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Agustín, Pelagio y la Reforma


“Fue Agustín quien nos dio la Reforma.”
Benjamin B. Warfield

La observación de Warfield se basaba en el hecho que la Reforma fue testigo del triunfo último de la doctrina de la gracia de Agustín por sobre el legado de la visión Pelagiana del hombre. Si Agustín nos dio la Reforma, lo que creo que hizo, fue Pelagio quien colocó el fundamento para el así llamado “humanismo Cristianizado.” Este conflicto teológico del siglo quinto continúa teniendo implicaciones que se extienden hasta nuestra época actual. La controversia entre Agustín y Pelagio comenzó cuando el monje británico, Pelagio, se levantó en oposición a la famosa oración de Agustín: “Otórganos lo que nos has ordenado, y ordénanos lo que has deseado.” Pelagio rechazó con vehemencia la idea de que un don divino (la gracia) es necesario para llevar a cabo lo que Dios ordena. Para Pelagio y sus seguidores la responsabilidad siempre implicaba habilidad. Si el hombre tiene la responsabilidad moral de
obedecer la ley de Dios, también debe tener la habilidad moral de hacerlo.
Adolf Von Harnack resume el pensamiento Pelagiano: “La naturaleza, el libre albedrío, la virtud y la ley, estas cosas, estrictamente definidas y hechas de manera independiente de la noción de Dios - eran las palabras clave del Pelagianismo: la virtud auto adquirida es el bien supremo, el cual sigue como recompensa. La religión y la moralidad se hallan en la esfera del espíritu libre; están allí en cualquier momento por medio del esfuerzo propio del hombre.”

Además, Harnack declaró, “No podemos sino decidir que su doctrina [de los Pelagianos] deja de reconocer la miseria del pecado y el mal, que en sus raíces más profundas es una doctrina impía, que no sabe, y que no busca conocer, nada con respecto a la redención.”

Pelagio negaba la doctrina del pecado original, que enseña que nacemos en pecado (Salmo 51:5; Isaías 64:6; Romanos 3:9-18; Efesios 2:1-5; 1 Corintios 2:14; etc.). La gente llega al mundo en un estado neutral, decía Pelagio. Si ejercitan su libre albedrío en dirección de la justicia, siguiendo el ejemplo de Cristo, serán salvos; si ejercitan su libre albedrío en dirección del pecado, siguiendo el ejemplo de Adán, serán juzgados. Agustín defendía la doctrina bíblica del pecado original insistiendo que somos no solamente pecadores porque pecamos, siguiendo el ejemplo de Adán, sino que pecamos porque somos pecadores, heredando la culpa y la corrupción de Adán. Por lo tanto, lo que necesitamos en un Segundo Adán, también, es algo más que un
ejemplo.

Necesitamos un Salvador. Necesitamos alguien que nos rescate por Su propia gracia,
puesto que no podemos responderle por nuestro propio libre albedrío, corrupto como se halla por nuestros afectos pecaminosos. El acento, por lo tanto, recaía sobre la gracia de Dios en la expiación, la conversión, y el don de la fe salvadora y perseverante.
Aunque el Concilio de Éfeso declaró a Pelagio como hereje en el año 431 A.C., la mayoría de historiadores de la iglesia reconocen que esta decisión fue “política” y que en realidad hubo muy poco debate. Como resultado no se trató adecuadamente con el Pelagianismo, de la manera en que se trató el Arrianismo en el siglo cuarto. Esta falla ha permitido que persista en varias formas a lo largo de las edades.

En términos del desarrollo teológico histórico, en el siglo undécimo, Anselmo refinó esta doctrina Agustiniana de la gracia sobre el tema de la Expiación. Jesucristo tenía que ser Dios porque la deuda que debíamos era infinita y ninguna criatura finita podía pagarla. Y no obstante, tenía que ser hombre porque la deuda era algo que se debía por parte de la humanidad pecaminosa. De esta manera, Cristo llevó a cabo el oficio de un sustituto pacificador. A lo largo de la Edad Media, se debatieron con fiereza cuestiones relacionadas con la gracia y las obras, la predestinación y el libre albedrío, pero todos sabían que una regla del juego era que no se permitía el Pelagianismo, aunque muchos teólogos se acercaban tanto como podían a los límites de aquella herejía. Lo que sí emergió fue un “Semi-Pelagianismo,” que afirma la doctrina del pecado original y reconoce la condición caída de la humanidad, pero que también cree que sigue existiendo una habilidad moral en el hombre que no se ve afectada por la Caída. A esta habilidad moral se hace referencia algunas veces como una “isla de la justicia” por la cual el pecador es capaz de cooperar con la gracia de Dios.

En la Reforma Protestante, fue Martín Lutero, un monje Agustiniano, quien percibió el
asunto real que acechaba por debajo de la controversia entre la fe y las obras. Él se dio cuenta que el asunto era en qué grado la voluntad humana se halla esclavizada por el pecado y en qué grado dependemos de la gracia para obtener libertad. Esto se enfocó claramente en su debate con Erasmo, quien ha sido descrito como “un Pelagiano en ropaje Católico.” Lutero argumentaba que la “carne para nada aprovecha” (Juan 6:63) y que “nada” no es “un poco de algo.” El “poco de
algo” de la habilidad humana era algo que estorbaba en el paso de la verdad bíblica y de la Reforma de la sola gratia. Pues nuestra salvación no podía descansar sobre la “gracia sola,” sino sobre “la gracia más la habilidad humana.”
Pelagio, y más tarde Erasmo, apelan ambos a aquello en nuestra naturaleza caída que se rehúsa a reconocer nuestra propia iniquidad. Se rehúsa a aceptar que “en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (Rom. 7:18). La raíz del humanismo y del Pelagianismo es humanista hasta su médula más profunda.

Lo que Benjamin Warfield entendió fue que Agustín había plantado fielmente las semillas en su época, las cuales dieron fruto casi mil años más tarde, una cosecha recogida por los Reformadores. Apeguémonos fuertemente a la verdad bíblica afirmada desde Agustín y permanezcamos en oposición al humanismo de Pelagio en nuestro tiempo.